El Papa León XIV ha trazado una línea clara. Una línea que, para algunos, protege el orden natural querido por Dios; para otros, excluye al amor. Declaró que la familia es y debe seguir siendo la unión entre un hombre y una mujer, definiéndola como “una sociedad pequeña pero verdadera, anterior a toda sociedad civil”. Una afirmación que sacude corazones… y memorias. Porque resuena con fuerza una voz antigua que parecía haberse suavizado con pontificados más inclusivos.
Pero vayamos un paso atrás.
En 2020, el Papa Francisco habló del derecho civil para las parejas homosexuales. “Son hijos de Dios”, dijo. Palabras que olían a abrazo. Palabras que, por una vez, hicieron sentir en casa a quienes siempre se han sentido en los márgenes. Y, sin embargo, hoy, con León XIV, la Iglesia parece querer restablecer jerarquías más rígidas, distinciones más marcadas. Y retumba ese regreso a la doctrina pura, que separa a la familia “natural” de la “afectiva”, como si el amor necesitara de una etiqueta sexual para ser legítimo.
La pregunta es esta: ¿existe realmente una sola forma de “crear”? Biológicamente, sí. ¿Pero espiritualmente?
Una pareja heterosexual puede procrear, pero no siempre genera amor. Una pareja homosexual puede no procrear, pero muchas veces es capaz de educar, cuidar, sostener. En una sociedad que ha dejado de definirse solo por la sangre, la familia también ha empezado a ser un lugar simbólico, de pertenencia, de auxilio mutuo. Donde hay amor, hay crecimiento. Y crecer no es solo una cuestión de ADN.
La postura del Papa, aunque enraizada en la Tradición, abre una grieta: la que existe entre la identidad biológica y la dignidad relacional. Es cierto que la familia, como institución natural, necesita una base física para asegurar la continuidad de la especie. Pero reducirla a eso, sin reconocer la riqueza de la experiencia humana en todas sus formas, corre el riesgo de vaciar la propia palabra “amor”.
La cuestión no es negar la familia hombre-mujer. Al contrario: se trata de reconocer su valor sin despreciar aquello que escapa al molde milenario. Es admitir que en la variedad de las experiencias afectivas hay algo divino, aunque no esté canonizado. Una pareja gay no es “creadora” en el sentido físico, pero puede serlo en el sentido espiritual, educativo, comunitario. Puede generar sentido, cohesión, futuro.
Y al final, ¿qué significa ser “hijos de Dios” si no es formar parte de un diseño más grande, donde nadie queda excluido?
El Papa León XIV tiene todo el derecho de hablar desde el corazón de la doctrina, pero el corazón de los fieles —hoy más que nunca— necesita palabras que también tomen en cuenta la carne y la sangre de las vidas vividas. Porque las familias que no nacen de una génesis biológica, muchas veces nacen del dolor, de la elección, de la resiliencia. Y si eso no es sagrado, ¿entonces qué lo es?
En conclusión, tal vez la verdadera provocación hoy sea redescubrir que la familia es, sí, un lugar de creación física, pero también —y sobre todo— de generación espiritual. Una madre y un padre son figuras nobles. Pero dos almas que se eligen y se cuidan cada día, desafiando el juicio del mundo, ¿son acaso menos sagradas?
Si Dios es amor, quien ama, es familia.
Lo demás… es jerarquía.